Semblanza de ABRAHAM LEVY BENSHIMOL, Por Paulina Gamus

Paulina Gamus / Fotos : archivos de CAIV (www.caiv.org)

El 27 de junio, a las 7:30 de la noche, en el Salón Jerusalem Flora y Simy Murcián, de ebraica, la comunidad judía entera le rindió un homenaje al doctor Abraham Levy Benshimol, en gradecimiento por su trabajo comunitario y su amistad. El doctor Levy acaba de dejar la residencia de la Confederación de Asociaciones Israelitas de Venezuela (CAIV) que ejerció en esta segunda oportunidad, durante dos períodos consecutivos. Con esta semblanza, Paulina Gamus no sólo cuenta la vida de su amigo personal, sino de cómo era la comunidad de los años 40 y 50, y de cómo se vivía a mitad del siglo XX en Caracas.
Quisiera comenzar con mi gratitud a quienes me eligieron, de entre todos los muy numerosos amigos de Abraham Levy, para decir unas palabras precisamente sobre esa amistad que nos une desde hace más de seis décadas. Para ser exactos y sin ningún rubor: ¡Sesenta y dos años! Todo empezó en aquella inolvidable urbanización caraqueña llamada El Conde. Por
razones que ignoro, los judíos de origen marroquí que ya habían fundado la Asociación Israelita de Venezuela, eligieron ese barrio para construir su primera sinagoga. Tampoco sé
qué fue primero, si la construcción de la sinagoga porque allí vivían ya unas cuantas familias
judías o la elección del mismo por esas familias para estar cerca de la sinagoga. Si de algo estoy segura es de que esa no fue la motivación de mi papá para mudarnos por primera vez a El Conde, en 1943, y vivir allí –en diferentes casas– hasta 1959. Y no lo fue, porque mi papá era nativo de Alepo, Siria, y los judíos orientales nunca se sintieron muy a gusto en el templo de los judíos marroquíes. Prefirieron alquilar casas donde pudieran rezar de recuerdo con sus tonadas y tradiciones, y así fue hasta que lograron –muchos años después– construir la sinagoga Bet El.
Aquellos años en El Conde
El Conde tenía otros atractivos como la Escuela Experimental Venezuela, quizá la mejor en la historia del país. Una escuela pública a la que íbamos casi todos los niños judíos antes de la creación del Colegio Moral y Luces Herzl Bialik en 1946. Y en aquella época en que Caracas era una ciudad más que segura, la ubicación unos años después de la temible Seguridad Nacional enfrente de la Experimental Venezuela, en lo que es hoy la avenida Universidad, hacía nuestras calles y casas casi inexpugnables.
Sería, sin embargo, en nuestra tercera casa de El Conde, la ubicada en el Este 8-Bis, donde los Gamus Gallego, que éramos mis padres y sus cinco hijos, con edades entre los once y los tres años, encontraríamos vecinos judíos. Los Levy Benshimol, don Isaac y sus cuatro hijos, con edades que iban de los 6 ó 7 años de Noemí, la menor, a los 15 ó 16 de Samuel el mayor, vivían en un pequeño edificio, el único de la cuadra, llamado Coromoto.
La madre, Benigna Benshimol de Levy había muerto algunos años antes. Y dos almas nigualables en su bondad –Juana y Baudilia– hacían todo lo que estaba a su alcance por paliar esa ausencia insustituible.
En el mismo edificio habitaban el señor Augusto Bencid con su esposa, y la señora Serfaty, que era una joven viuda, con sus hijas Esther (de Macías) y Susy (de Benarroch). Más tarde, llegarían dos familias de judíos húngaros sobrevivientes del Holocausto: los esposos Ackerman, con su hijo Gilberto de unos seis años de edad, y los Gunczler, con su hijita Susana.
A una casa vecina del edificio Coromoto llegó la familia Herz; eran judíos checoslovacos también sobrevivientes, cuyo hijo Esteban pasaría a ser de mi grupo de picoteos semanales, en los que bailábamos cachete pegado con los boleros del trío Los Panchos y meneábamos las caderas al ritmo del mambo de Pérez Prado.
Dos cuadras más abajo, frente a la jefatura civil de San Agustín, vivían mis abuelos maternos, Samuel y Esterina Gallego y, una casa de por medio, la familia Bencid: Marcos, Jaime, Piedad y Alegría con su mamá, doña Luna. Un poco más arriba de nuestra casa, en la misma cuadra, estaban los Benarroch, don Fortunato y su esposa, que habían llegado desde La Victoria, Estado Aragua, y cuyos hijos Estrella, Mercedes y Simón tenían edades similares a las nuestras. A esa casa que era la de su tío, llegó nuestro querido amigo Jimmy Benarroch
cuando emigró desde Tánger.
La familia Gross, con sus hijos Manfredo y Marcos, vivía dos cuadras más arriba. En el Este 10, estaba la casa de quien sería mi condiscípula en el Moral y Luces, Sulamita Lechtig. Frente al viejo estadio de beisbol conocido como el «Cervecería», mi también condiscípula Jacy Hait (de Holder) con sus padres y su hermana mayor Henriette (de Wainberg). Y en el mismo sector, con algunas cuadras de separación, estaban las casas de los Benshimol Albo –don Salvador y su esposa Alegría– con sus cinco hijos. Los Chuchani –Yaír y Penina– con su familia y los izrachi, Margalit y Menáhem, con su prole de nueve hijos que portaban nombres bíblicos de gran trascendencia. De los hermanos Mizrachi, Gueula, Ezra y Akiba eran los más cercanos por sus edades coincidentes con los tres mayores de los Gamus.
Cuando llegaban los Yamim Noraím, nuestras casas se llenaban de pollos y gallinas a la espera de que el señor Yaír Chuchani viniera a hacernos las kaparot, es decir a sacrificar esas
aves para que se llevaran todos los maleficios. Y el señor Menáhem Mizrachi, de origen yemenita, era el sofer de la comunidad, es decir el escriba de la Torá.
A pesar de que mi papá no era habitué de la sinagoga de El Conde, mi hermano Rafael era obligado a recibir las clases sabatinas de religión, en un principio con el rabino Moisés Binia, curso que hacían también los hermanos Samuel y Abraham Levy, y luego con el señor León, el shamash, quien no obstante ser askenazí, siempre trabajó en la sinagoga de El Conde. Sus alumnos de religión eran una suerte de disidentes de la autoridad que emanaba del rabino Binia. Gracias a esos cursos sabatinos a los que todos los niños sefardíes y unos cuantos askenazíes debían ir de manera irrenunciable –por decisión de sus padres– se tejieron lazos de amistad entre niños judíos ricos y pobres y de diferentes orígenes.
Al lado de la sinagoga vivían el señor José Bendayán y su esposa Solita, con sus hijos. Eran de las personas más respetadas y queridas por la comunidad sefardita de entonces. Y frente al templo, el señor Mauricio Obadía con sus hijos Esther y Alberto. Lo habían apodado Güigüe porque fue a ese pueblo carabobeño a donde llegó desde su Casablanca natal. Por alguna razón, los niños y algunos adultos se ensañaban en el lanzamiento de almendras dulces o peladillas contra la calva del señor Obadía, en los bar mitzvá.
Juego entre amigos
No tengo ningún recuerdo de cómo se inició la relación con los Levy; un buen día mi papá comenzó a jugar barajas con el señor Isaac y otros vecinos gentiles. Mi papá, Habib Gamus, y el señor Isaac Levy compartían, además de su gusto por el juego de cartas, su amor por la sinagoga. Pero, eso sí, cada uno con la suya. Mientras tanto Abraham Levy era personaje imprescindible en las apasionadas partidas de Ludo que armábamos los tres mayores de la prole Gamus, en el patio descubierto de nuestra casa, con Ezra Mizrachi. Aquellas partidas podían durar hasta seis o siete horas, los fines de semana o en vacaciones.

Por razones que luego explicaré podría decir que mi amistad con Abraham comenzó –no por efectos de la ludopatía– sino de la ludofilia. Y esa amistad se fue afianzando gracias al béisbol. En la Venezuela sometida a la dictadura de Pérez Jiménez, los jóvenes ncontrábamos una válvula de escape a las pasiones y arrebatos propios de la edad, en el béisbol. Los cuatro hermanos Levy –Samuel, Abraham, Lola y Noemí– eran furibundos magallaneros. Ese era también mi equipo, por influencia de un tío paterno que decía que los turcos, como lamaban a los inmigrantes de lengua árabe, estábamos obligados a ser fanáticos de los «turcos» del Magallanes. En ese entonces el emblema del equipo era una media luna muy parecida a la de la bandera turca. Fueron muchas las veces que siendo todavía una niña de doce o trece años de edad, fui al estadio Cervecería y después al Universitario, con los hermanos Levy, para saltar de alegría con los triunfos del Magallanes y hasta enfermarme con fiebre si ganaba el Cervecería Caracas, los Leones de hoy. El fanatismo era tan extremo que dejé de saludar –per sécula seculórum– a unas amigas de los Levy, después de una discusión de magallaneros versus caraquistas. Hasta el día de hoy me arrepiento de esa estupidez. Y nunca más hubo otra pasión que me hiciera actuar de manera tan radical.
Luego vinieron intereses comunes más elevados. Fue gracias a Abraham que empecé a interesarme por la música clásica y la ópera. Con mi hermano Rafael, asistíamos a cuanto concierto se ofrecía en el teatro Municipal. En esa época desfilaron por ese escenario de Caracas los más extraordinarios directores de orquesta, cantantes de ópera y concertistas del mundo. La galería del teatro era la única localidad accesible para nuestros escasos ecursos económicos. Mi hermano y yo recibíamos de mi papá un estipendio semanal de diez bolívares con el que debíamos pagar la merienda diaria en el colegio, las entradas al cine y hasta ahorrar si queríamos hacer algún gasto extra. Sólo con el ingreso a la universidad logré que en vez de diez fueran quince, lo que recibía cada semana, algo menos de cinco dólares.
Las familias judías del sector teníamos un status económico muy similar: éramos de una clase media muy modesta y sin ninguna inhibición por nuestras estrecheces. Cuando llegó la televisión a Venezuela en 1952, los chicos y grandes nos instalábamos por las noches frente a las vidrieras de la Comercial Oriente, una venta de discos en la planta baja del edificio de los Levy, donde podíamos ver los muy escasos programas nocturnos de la televisora estatal.
Algún tiempo después, un amigo de los Levy les regaló un televisor. Durante muchos meses su apartamento se transformó en el centro de reunión de todos los niños y jóvenes de la cuadra, entusiasmados con aquella programación en blanco y negro, y bastante mediocre. No sé cuánto tiempo debimos esperar para que mi papá pudiera hacer el sacrificio económico que significaba comprar un televisor.
El derrocamiento del gobierno democrático de Rómulo Gallegos, en noviembre de 1948, y el asesinato del coronel Román Delgado Chalbaud, presidente de la junta de gobierno, en noviembre de 1950, obligaron a todos venezolanos a sufrir sendos toques de queda. Nadie se atrevía a desafiar los dictados del régimen y nadie asomaba la nariz fuera de su casa después de las seis de la tarde. Sin embargo, ese miedo intenso que nos inspiraba la policía de la dictadura, desparecía cuando llegaba el martes de carnaval. Las acciones comenzaban cuando el muy serio y circunspecto don Isaac Levy arrojaba el primer tobo de agua sobre algún transeúnte. Nuestra cuadra era una amenaza para cualquiera que se aventurara a transitarla; mi mamá participaba del juego prohibido cuidando que la bañera estuviera siempre llena para que nosotros y los vecinos entráramos a llenar pailas, tobos, ollas y cuanto utensilio sirviera para volcar agua sobre las humanidades propias y ajenas. ¿Quién podría imaginar hoy que nuestro querido Abraham y quien les habla estuvimos a punto de tener prontuario policial cuando una patrulla de la policía, que nos acechaba, nos sorprendió con las manos, no en la masa, sino en el agua? Sólo la intervención de algunos mayores impidió que el grupo de irregulares fuera arrestado.
Universidad cerrada

Pero, no todo era juegos y alegría: en 1952 Pérez Jiménez cerró la Universidad Central de Venezuela, y muchas familias venezolanas tuvieron que enviar a sus hijos a seguir sus estudios en otras universidades del país, como la de Los Andes en Mérida, o en las del exterior.
Al señor Isaac Levy le tocó el esfuerzo enorme que significaba pagar los estudios de Medicina
de su hijo mayor, Samuel, en España. Cuando el régimen permitió que se abrieran algunas escuelas universitarias, la primera fue la de Laboratorio Clínico y Abraham se inscribió sin dudarlo: la carrera solo duraba dos años, lo que le permitiría empezar a trabajar en poco tiempo. Se graduó en 1954 y comenzó su dura lucha por ayudar a la manutención de su familia.
Salía de madrugada en autobús a visitar a los pacientes para tomarles las muestras y luego llevarles los resultados. No sé cuánto costaba un examen de laboratorio en esos años; pero, seguramente era muy poco en un país con un verdadero bolívar fuerte e inalterable, y una inflación cero.
Abraham mostró sus dotes de liderazgo y su vocación de servidor de sus semejantes, desde la profesión de bioanalista o laboratorista, como mejor se le conocía. Fue presidente del Colegio del Distrito Federal y Estado Miranda y luego de luchar por la creación de la Federación de Bioanalistas de Venezuela, fue su presidente. En el ínterin, yo me casé con su primo, Samuel Almosny Benshimol, por lo que pasamos a ser, además de amigos, parientes. Abraham era el invitado infaltable en los almuerzos sabatinos de nuestra casa y el catador más confiable de mis postres. Después de la sobremesa, venía la partida de Gin Rummy que se inició hace más de cuarenta años con otros cuatro jugadores y de la que Abraham, mi amigo de toda la vida, y yo somos los únicos sobrevivientes, mejorado lo seamos por muchos años más. Con la desaparición de cada uno de los queridos compañeros, se ha incorporado uno nuevo; pero, el ritmo de la ludomanía jamás se ha detenido. Tanto Abraham como yo seguimos al pie de la letra el consejo de aprender un juego de cartas para practicarlo en la vejez, como lo más efectivo para mantenerse lúcido. Claro que tratándose de Abraham es difícil competir: es el maestro en todos los juegos de mesa; tanto que mi sobrino nieto cuando tenía apenas cuatro años nos vio jugando rummy un sábado cualquiera, y a los pocos minutos sentenció: «Abraham es el profesor».
A mediados de los años 60, los Gamus y los Almosny decidimos que había llegado el momento de hacer turismo nacional y viajamos a Coro, a Cumaná y a Margarita antes de que la isla fuera siquiera zona franca; Abraham era parte infaltable del grupo. Aquellos viajes por carretera duraban muchas más horas de las normales, por las paradas que hacíamos para engullir los bastimentos que llevaba mi mamá. De su cesta mágica salían kibbes, falafel, rosquitas y borrecas suficientes para alimentar a un batallón. Abraham, siempre flaco como ahora, era, sin embargo, un degustador con excelente apetito de aquellos manjares. Abraham, el comunitario El espíritu de superación estuvo siempre presente en Abraham: después de ejercer varios años como bioanalista, decidió estudiar la carrera de Biología. Al graduarse en esa profesión, fue un destacado docente y llegó a ocupar la dirección de posgrado y la coordinación académica de la facultad de Ciencias de la Universidad Central de Venezuela. A la par que lograba esos hitos profesionales, en su conciencia profundamente judía estaba presente el deber de cumplir con su comunidad.
En el año 1967, un grupo de profesionales de edad mediana –lo que ahora llamamos adultos
contemporáneos– que nunca antes se había vinculado a las escasas instituciones omunitarias que existían para la época, decidió que había llegado el momento de involucrarse y de modernizar la dirección y orientación de la Asociación Israelita de Venezuela. Ese grupo, liderado por Gonzalo Benaím Pinto y su hermano John, contó con la entusiasta participación de Claudio Bentata, Samuel Eskenazi, Jacob Carciente, Samuel Almosny y Abraham Levy, entre otros. Y también de las esposas de muchos de ellos que por primera vez tuvimos participación activa en la política comunitaria, como animadoras y encargadas de la publicidad,
especialmente de Radio Bemba.
Nunca hubo en ninguna otra institución judía de Venezuela, ni antes ni después, una campaña tan movida como aquella de la generación renovadora. El resultado fue la elección de una junta directiva presidida por don José Benatar. Al año siguiente Gonzalo Benaím fue electo presidente de la AIV y Abraham resultó designado secretario de la misma. Nunca más dejaría de estar vinculado a distintas instituciones, siempre en cargos de mucha responsabilidad, entre ellos los de presidente de la kehilá sefardí en cuatro oportunidades y dos veces presidente de la Confederación de Asociaciones Israelitas de Venezuela, CAIV. Esos cargos los ejerció sin abandonar otras responsabilidades como su participación en las directivas del Centro de Estudios Sefardíes de Caracas y del Museo Sefardí de Caracas Morris E. Curiel; además de ser el creador y presidente de la Fundación de Amigos de la Cultura Sefardí Fue mi amistad de toda la vida con Abraham Levy y nuestro común deseo de probar suerte en los casinos, lo que motivó un viaje de carnaval a la isla de Aruba hace ya quince años. Abraham fue el promotor; él invitaría a su amigo Amram Cohén, y yo, a mi prima Vicky Lucy para compartir aquel viaje. Fue así como por primera vez entablé una conversación con mi vecino de muchos años, Amram Cohén, con quien apenas había cruzado saludos.
Y así nació un amor otoñal que culminó en boda y nos une en nuestra tercera juventud. No puedo dejar de referirme a un aspecto muy destacado del fructífero trayecto vital de Abraham: su empeño en dar a conocer los aportes que miembros de la comunidad judía venezolana han hecho a este país, en diferentes épocas. Lo hizo de manera impecable en los textos que forman parte del catálogo de la exposición Los sefardíes: vínculo entre Curazao y Venezuela, y en su más reciente obra: Dejando Huellas, aproximación a la judeidad venezolana. Me consta con cuánta disciplina y paciencia se dedicó a la investigación de la vida y obra de los diecinueve judíos que eligió para figurar en ese libro.
Con este recuento más bien intimista, lleno de anécdotas y recuerdos de momentos y de hechos que fortalecieron nuestra amistad, he querido sumarme al homenaje a Abraham, de la única manera que podría hacerlo: expresándole mi cariño y admiración por su voluntad de trabajo, su sentido de la organización, su profunda vocación de servir a nuestra comunidad judía y su permanente responsabilidad con Venezuela, el país donde nació y ha vivido siempre. Estoy segura de que –ni queriéndolo– Abraham dejará de ser una figura destacada en el quehacer comunitario, siempre dispuesto a atender el llamado del deber, incluso en tiempos difíciles como los que no ha tocado vivir. ¡Que vivas muchísimos años más, querido Abraham, y que podamos seguir disfrutando siempre de tu inteligencia, de tu experiencia en tantas lides comunitarias y de tu compañía tan cálida y amena!