Las identidades de Isaac Chocrón: a propósito de Rómpase en caso de incendio

Las identidades de Isaac Chocrón: a propósito de Rómpase en caso de incendio

Isaac Nahón Serfaty

Isaac Chocrón (1930-2011) abordó con gran inteligencia y suprema habilidad literaria la cuestión de las identidades múltiples. Tanto en sus obras de teatro como en sus novelas, Isaac se le plantó de frente al tema de la identidad para abordarlo desde sus dimensiones múltiples y, a veces, dolorosas. No hizo concesiones a los dictámenes de la «corrección identitaria». Con crudeza se planteó lo que significa ser muchas cosas al mismo tiempo, sin tener que abandonar ninguna de esas identidades para ser «auténtico». Y como Isaac lo señaló en conferencias, entrevistas y escritos, él formó su «familia elegida», lo que fue sin duda otro gesto identitario para querer y ser querido por tantos y tan diversos seres humanos que desbordaron los límites que impone la familia biológica.

Rómpase en caso de incendio (1975) es la novela donde Isaac explora con mayor profundidad un tema que apareció en otros momentos de su obra (especialmente en Animales feroces y Clipper): la cuestión del ser judío venezolano, o si se prefiere del venezolano judío, con un acento particular en la «subidentidad» sefardí. En esa novela Isaac se revela como escritor judío al ciento por ciento; pero, no lo hace desde un sentimentalismo folclórico ni nostálgico, sino desde la búsqueda de una respuesta a la eterna pregunta de «¿quién soy?» La aspiración del escritor, y en este caso de su personaje Daniel Benabel, no es dar con la respuesta clara y contundente a la interrogante sobre la identidad. Más bien se trata, como lo vemos en esta magistral novela epistolar, de ir recorriendo diversas respuestas que siempre resultan fragmentarias e incompletas. La identidad fue para Isaac un rompecabezas que valía la pena armar, pero nunca completar.

Benabel, tecnócrata del gobierno venezolano, decide emprender un viaje a sus raíces en Melilla, y luego a Tánger, después de que perdiera a su padre, esposa e hijo en el terremoto que asoló a Caracas en 1967. La novela recoge las cartas que Benabel (apellido que en hebreo quiere decir «hijo del duelo») envió a varias personas, incluyendo al autor Chocrón, contando sus peripecias y su evolución identitaria. El primer rompimiento claro que presenta la novela tiene que ver con el nivel más superficial de la identidad del personaje, es decir su identidad «profesional» de economista en el ministerio de Relaciones Exteriores (identidad que en su momento también abandonó Isaac, quien tenía un doctorado en economía y quien ejerció como economista en el gobierno). Benabel se cuestiona su papel de burócrata y va develando en las primeras cartas su intención de quitarse la piel de funcionario, de dejar su puesto en el ministerio.

Pero, este primer nivel, esta primera «piel», es solo el signo que inaugura un proceso camaleónico en el que Benabel emprende para ir descubriéndose como ser humano, lo que incluye también las dimensiones venezolanas y judías de sus identidades. Ya en Tánger, donde Benabel va asumiendo el vestir y el comportamiento de los moros, escribe en una carta: «…Te confieso que he llegado a la conclusión de que soy un camaleón, ese reptil que cambia de color bajo la influencia de diversas causas. Cuando estoy con los europeos creen que soy uno de ellos…Cuando estoy con los hebreos, por supuesto que soy un hebreo…Y cuando estoy aquí [se refiere a un café en la montaña], con mis babuchas a mi lado, recostado contra la pared, inclinado sobre un almohadón, supongo que los moros creen que soy moro…Soy la conjugación de las tres razas y voy de una a otra, aceptado en las tres, aunque te confieso que usar babuchas en vez de zapatos (los deseché hace tiempo) no está bien visto por los europeos y los hebreos. Pues que esté mal visto. Yo gritaré abriendo la palma de una de mis manos: ¡Jamsa! ¡Jamsa!, para que se vayan los espíritus malignos, y con la otra mano agarraré la manito que llevo colgada del cuello…» (pp. 212-213).

El proceso camaleónico no es solamente un streaptease en el que Benabel va mostrando los sedimentos formados por sus diversas máscaras, según la etimología original de la palabra que en griego refiere a la persona o las personalidades. Es una búsqueda de sentido para finalmente entender qué es lo que la identidad nos aporta en la lectura que hacemos del mundo. En una carta que el personaje escribe a un amigo en Nueva York (y que «originalmente» escribió en inglés, lo que ya revela otro sedimento de identidad), Benabel dice: «¿Así que te burlas de que a un judío como yo le guste vivir entre los moros? Olvidas que soy judío sefardita: tan africano, tan español y tan venezolano que los yiddish de Brooklyn me considerarían hereje. Tuve que venir aquí para comprender este pastel de herencias. Recuerdo que en Caracas, cuando niño, me desagradaban los cantos en la Sinagoga, porque en vez de tener una melodía redonda y pegajosa, parecían gritos y lamentaciones discordes. Ahora comprendo que nosotros rezamos con el canto del idioma árabe en los oídos. Tuve que venir aquí para comprender que las supersticiones y el recio orgullo los heredamos de los españoles…» (pp. 229-230).

Isaac demuestra también en esta novela un gran conocimiento de las claves del ser venezolano. Ya en 1975 el escritor describía claramente un rasgo que ha definido la acción política en el país, y que hoy en día, en tiempos del delirio «revolucionario», tiene una vigencia que le da a lo dicho por Benabel un carácter casi profético. En una carta que envía a una antigua compañera del ministerio, el personaje escribe con tremenda lucidez lo siguiente: «…Si ha habido una constante en la política venezolana a través de muchos años, es esta insistencia en querer que el mundo nos tome en cuenta, esta malcriadez de querer que nos consideren poderosos. En vez de poner en orden nuestra casa, preferimos abrir la ventana y asomarnos a saludar y a lanzar exclamaciones a todo el que pase por nuestro frente. Más aún: queremos que todo el mundo esté consciente y admirado de que existimos» (p. 257).

Como buen dramaturgo, Isaac tenía un gran sentido de lo trágico. Si bien las cartas de Benabel revelan un intenso recorrido vital en el que el personaje va saliendo del luto (del abel en hebreo) de una identidad rígida y prefabricada hacia la multiplicidad de identidades que confronta y acepta, Isaac nos recuerda que este viaje tiene sus peligros. El primero de ellos es el rechazo del «otro» que, encasillado en su propia parroquia identitaria, no es capaz de comprender la riqueza de la diversidad. Pero eso, ya lo sabemos por el testimonio de vida del propio Isaac, es un peligro menor que el autor y el ser humano estuvieron dispuestos a enfrentar. El otro peligro, el más radical, es el que viene del «otro» que pretende suprimirnos por ser distintos. Allí sale a flote la consciencia judía de Isaac, quien ante el antisemitismo, y ante todo racismo y discriminación, nos alerta sobre la posibilidad de la violencia como forma de eliminar la diversidad.

El final de la novela no tiene, a primera vista, una razón «discriminatoria» que explique lo sucedido. En todo caso, la muerte de Daniel Benabel fue el fruto de circunstancias en las que se mezclaron la violencia criminal y la «violencia» de la naturaleza que hicieron que nuestro tecnócrata judeovenezolano muriera ahogado en una playa de Tánger. Así lo cuenta el propio Chocrón, quien es escritor y personaje de su propia novela, cuando le toca ir hasta la ciudad marroquí para enterarse de lo que le había ocurrido a su compatriota y correligionario. Los moros que apedrearon a Benabel en la playa, quien se había vestido con un traje nuevo a lo europeo pues ya regresaba a Venezuela, lo hicieron para robarle al «otro», al turista, y quién sabe si al judío. Los ladrones dejan a Benabel completamente desnudo sobre la arena, abandonado allí sin las «pieles» con las cuales asumía sus máscaras de moro, hebreo o europeo.

Nos deja Isaac en este final un mensaje que trasciende el tiempo. Cuando escribió Rómpase en caso de incendio, Venezuela vivía en plena «ilusión de armonía» (según la expresión que acuñaron Naím y Piñango), y los judíos venezolanos creíamos que teníamos un futuro de estabilidad y desarrollo por delante en un país que nos había acogido con los brazos abiertos. Ahora, como en la novela de Isaac, un «terremoto» nos ha removido las certidumbres y nos obliga a confrontar nuestra identidad, o mejor dicho, nuestras identidades. Ser venezolano judío pasa hoy más que nunca por la afirmación de la diversidad como valor supremo de una república que debe refundarse sobre el respeto del otro y la convivencia de lo múltiple.