CONVERTITO, Por Adam Kirsh

Por Adam Kirsh

• El libro The Jews of San Nicandro cuenta la historia resaltante de un grupo de campesinos que se convirtieron al judaísmo en la Italia fascista y que finalmente hicieron aliyá.

La historia que John A. Davis tiene que contar en Los judíos de San Nicandro (The Jews of San Nicandro. Yale Univesity Press) cae en el cliché de que la «verdad supera la ficción». ¿Quién puede creer, a menos que fuese una fábula o quizás un chiste, que en la Italia fascista, un grupo de varias docenas de campesinos espontáneamente se convirtieron al judaísmo,que ellos insistirían en llamarse a sí mismos ebbrei aun cuando Italia introdujo leyes antisemitas al estilo de la Alemania nazi, y que harían contacto con los soldados judíos de Palestina, que servían en el ejército británico que invadió el sur de Italia en la Segunda Guerra Mundial, y que finalmente, después de dos décadas de dedicación y tesón, se sometieron a la circuncisión ritual y emigraron en masa al recientemente creado Estado de Israel?

En verdad, todo esto sucedió en el pueblo de San Nicandro en la región empobrecida y aislada de Gárgano, en el sur de la península Itálica. Según Davis, profesor de historia italiana de la Universidad de Connecticut, los judíosde San Nicandro representan el único casode conversión colectiva al judaísmo en Europa en tiempos modernos. «¿Por qué sucedió entonces, en la hora más negra de la judería europea, y en una región donde no había realmente ninguna comunidad?» La respuesta yace en el genio religioso o la locura de Donato Manduzio, el fundador del grupo de San Nicandro. Nacido en 1885, Manduzio creció en pobreza extrema, típica del sur italiano, y nunca fue la escuela. De su infancia, se conoce poco a excepción de que su padre le puso el sobrenombre de «cara de excremento» (aunque Davis cuestiona esta apreciación: «Pues a juzgar por un retrato antiguo, pareciera un hombre buenmozo»). Su primera exposición a un mundo más amplio vino durante la I Guerra Mundial, cuando se enroló en el regimiento de infantería y contrajo una enfermedad que le paralizó una pierna.

Tras su vuelta a San Nicandro, Manduzio cultivó una reputación como sanador y visionario. Este es uno de los variados elementos en su historia que lo asemeja a una figura de la Edad Media que del siglo XX, y de hecho, escribe Davis, la vida de los italianos depauperados del sur estaban en muchos aspectos en la era premoderna (no fue sino hasta los años treinta que a San Nicandro llegó el ferrocarril).

Ciertamente, la forma en que él descubrió el judaísmo tiene un sabor similar a los días previos a la Reforma. A finales de los años 20, Manduzio leyó la Biblia por primera vez. De hecho, en esa época la iglesia Católica desalentaba a la gente de leer las sagradasescrituras, y no hubo acceso a ellas sino hasta que los evangélicos comenzaron a distribuir ediciones en italiano. Estos protestantes, dice Davis, eran por lo general italianos que habían pasado algún tiempo en Estados Unidos, donde se vieron muy expuestos a varias sectas cristianas como los pentecostales y los adventistas del séptimo día.

Lo que Manduzio leyó en el Pentateuco lo entusiasmó. Se convenció de que «Jesús había sido un profeta, mas no el Mesías» y que la decadencia del mundo, tan lleno de pobreza y sufrimiento, era prueba de que este no había llegado todavía. Cuando leyó que Di-os había establecido el shabat el día sábado, no pudo entender por qué los cristianos lo celebraban el domingo. La salvación, según entendió, «depende de seguir la Ley del Di-os de Israel tal como fue revelada a Moisés en el Sinaí…

Aquellos que buscan la salvación y el bienestar por lo tanto deben aprender a observar la Ley del Di-os de Moisés, a desechar otros dioses e ídolos, y a seguir el camino de los justos».

Este es exactamente el tipo de experiencias de conversión que guió a muchos protestantes, en el siglo XVI, a rechazar las iglesias establecidas e identificar a sus propias sectas con el antiguo Israel. Donde Manduzio fue más allá de estas fue al decidir que debía revivir realmente la religión de Israel. La cosa más resaltante de esta historia es que, cuando él tuvo estas revelaciones a finales de la década de los veinte, en realidad no sabía que existían judíos en el mundo. Tal como lo refiere Davis, «Manduzio al principio creyó que los israelitas habían perecido en el diluvio universal y que entonces él había sido llamado por el Altísimo para revivir una fe que había desaparecido de la faz de la Tierra».

En consecuencia, Manduzio, que adoptó el nombre de Leví, logró convertir a un grupo limitado de sus vecinos –inicialmente, diecinueve adultos y treinta niños– a su versión del judaísmo. Les ordenó no comer puerco y no trabajar los sábados, reglas que en ese entonces y lugar eran muy difíciles de seguir, y les ordenó darles nombres bíblicos a los hijos: Sara, Ester, Miriam y Gherson, entre otros.

El hecho de renombrarse, de hecho, produjo los roces más graves del grupo. Cuando Concetta di Leo, la discípula preferida de Manduzio, tuvo un niño, su esposo lo llamó Vincenzo, como su padre; pero, Concetta insistió en darle el nombre de un profeta bíblico (quería algo así como Giuseppe o José). Este episodio da la sensación de cuánto dominaba Manduzio a su secta. Paralizado y postrado en cama –durante el tiempo en que condujo a los judíos de San Nicandro, nunca salió de su casa– Manduzio confiaba en visiones y sueños para comunicarse con Di-os y hacer cumplir la ley en una forma en que sus seguidores por lo general cuestionaban.

El grupo de San Nicandro fácilmente pudo convertirse en un culto a la personalidad y haber terminado dispersándose como otras tantas sectas; sin embargo, eventualmente Manduzio se enteró con algunos vendedores ambulantes de que había otros judíos en Italia, y comenzó a escribirles a las organizaciones hebreas en las principales ciudades, pidiéndoles directrices. Esas instituciones fueron reacias al contestarles, situación que Davis califica de «no difíciles de entender.

Cualquiera que leyera esa correspondencia inmediatamente se habría dado cuenta de que los remitentes provenían de un trasfondo muy humilde y probablemente habrían sospechado de que era una especie de broma».

Cuando Angelo Sacerdoti, rabino principal de Roma, intercambió cartas con Manduzio, empezó a dudar. Así le escribió: «Usted y sus compañeros han expresado frecuentemente su deseo de convertirse al judaísmo y siempre he dejado claro cuánto me asombra. Le he preguntado muchas veces cómo llegó a este convencimiento, ya que usted no ha tenido contacto previo con nosotros y conoce muy poco sobre lo que es el judaísmo». Sacerdoti también se refiere a las «tendencias espirituales que nada tienen que ver con la Halajá», haciendo notar cuán profundamente el lenguaje y el pensamiento de Manduzio estaban impregnados de conceptos cristianos. Su servicio sabático, por ejemplo, incluía la lectura de un pasaje del Pentateuco y se cantaba el Paternóster, una oración católica en latín. ¿Cómo podría ser de otra forma, si el catolicismo era la única religión que había conocido?

Pero, ya que los sannicandresi insistían, con el tiempo la sinceridad de ellos comenzó a convencer a los miembros de la comunidad judía. La historia de Davis comienza a abarcar un panorama amplio de la comunidad judía italiana: un grupo pequeño y muy asimilado, cuyas relaciones con el régimen fascista fue prácticamente bueno hasta finales de la década de los treinta, algunos judíos prominentes se interesaron en San Nicandro, especialmente los círculos pequeños, pero influyentes de los sionistas italianos, que consideraron la devoción de estos autonombrados

Judíos como un excelente ejemplo para todos los demás. Uno de los apoyos principales era el de Raffaele Cantoni, un antifascista corajudo, cuyo trabajo a favor de los refugiados judíos antes y después de la guerra lo puso en una buena posición para ayudar a la comunidad de San Nicandro. Gran parte de las últimas páginas del trabajo de Davis están dedicadas a las cartas entre Cantoni y sus protegidos, cuando trataba de lidiar un apoyo cáustico con la impaciencia por la lucha y los petitorios de ayuda. La guerra, que fácilmente pudo significar el fin de los judíos de San Nicandro, en realidad se convirtió en una gran oportunidad para ellos. La casa de Donato Manduzio casualmente estaba localizada en una carretera utilizada por una unidad de transporte del ejército británico, que ocupó la región en septiembre de 1943. Esta unidad, la compañía 178, estaba compuesta por judíos de Palestina que se enrolaron en el ejército de Su Majestad para pelear contra Alemania (su comandante, el coronel Wellesley Aron, es una de las tantas figuras fascinantes en la historia descrita por Davis). Cuando sus camiones, pintados con la Estrella de David, pasaron por San Nicandro, los judíos locales los saludaron con su propia bandera, que exhibía el mismo símbolo.

Davis demuestra que de esta manera, los sannicandresi llamaron la atención de los activistas judíos (italianos, palestinos y británicos) que organizaron en toda Italia refugios para los desplazados judíos y gestionaron su traslado a Palestina. Los de San Nicandro estaban muy motivados por su encuentro con Enzo Sereni, un judío italiano que era activista de la Haganá. La foto de Sereni en San Nicandro, rodeado de hombres de aspecto solemne que ondeaban la bandera sionista, fue la última que se tiene de él antes de que se lanzara en paracaídas tras las líneas alemanas en una misión que lo condujo a la muerte.

Lo que estas experiencias significan para los judíos de San Nicandro fue que su judaísmo autodidacta derivara en un sionismo apasionado. Desde 1944 en adelante, el objetivo de la comunidad era emigrar al Estado judío. Esto no era de ninguna manera fácil, como pacientemente Cantoni les enseñó: los británicos intentarían mantener fuera de Palestina a los judíos, y los pocos permisos eran para los sobrevivientes de la Shoá, no para los relativamente afortunados sannicandresi.

En noviembre de 1949, tras una serie de choques que documenta Davis, y tras la muerte de Donato Manduzio, quien se aisló mucho de su grey, los judíos de San Nicandro hicieron aliyá. Davis escribe muy poco de la experiencia del grupo en Israel, que aparentemente fue tan dificultosa como para el resto de los emigrantes al nuevo país. Pero, quizá esta misma vicisitud fue la mejor prueba que ellos superaron en su meta extraordinaria de convertirse en judíos comunes y corrientes.