Alberto Osorio Osorio
PRIMER ACCESO:
Incursionar en los fondos documentales de la Biblioteca Nacional del Perú puede convertirse en una experiencia conmovedora. Hechos históricos, personajes casi olvidados por el paso de los siglos, procesos jurídicos inquisitoriales solo conocidos por acuciosos investigadores duermen un sueño secular. Al seguir los intrincados laberintos bibliográficos y de manuscritos inéditos tropecé al azar con una fiel transcripción del gran Auto de Fe que tuvo lugar en Lima, capital del Virreinato del Perú, el domingo 21 de diciembre de 1625.
La importancia de la narración y los nombres de los procesados confieren a los vetustos papeles una trascendencia singular. Me permito recordar que el Tribunal de la Inquisición trasladado a América funcionó durante casi tres centurias en las capitales de los Virreinatos: México y el de los Reyes (Perú) en 1569, además de un posterior e intermedio, en 1610 situado en el puerto caribeño de Cartagena de Indias, actual Colombia. Todos dependían y seguían directrices de la sede central, la Suprema de Madrid, epicentro de operaciones. A la Suprema eran remitidas copias de las causas de las inquisiciones peninsulares y americanas, y constituyen un venero inagotable de información del tenebroso organismo.
He sido uno de los privilegiados al tener contacto con los venerables documentos. Lo que he encontrado aquí lo ofrezco a los lectores. Cada quien hará su propio juicio de valor. Cuanto escribo es verdad histórica e incuestionable. Vale acotar que los archivos y expedientes del Santo Oficio fueron el blanco de turbas enardecidas que los incendiaron, pues representaban una época ya desfasada de represión, despotismo, intolerancia y prepotencia eclesiástica cuando las independencias de las colonias eran irreversibles. Por otra parte, la Constitución de Cádiz de 1812 suprimió el oprobioso tribunal.
Por fortuna, la investigación acuciosa de los historiadores recurre a los duplicados en el Archivo Histórico Nacional de Madrid y a archivos parroquiales en todo el país.
El Archivo de la Nación de México atesora más de cinco mil volúmenes de esta época oscura. Pienso que se trataba de un oscurantismo bien orquestado, intencional… pues, nadie mejor que el clero conocía a profundidad las Sagradas Escrituras y la Revelación entregada al pueblo hebreo. En medio de una sociedad ignorante, los clérigos eran los más esclarecidos. Mas, volvamos al tema que nos ocupa: el Tribunal de la Inquisición de Lima que operaba con férrea autoridad acumuló los casos de muchos reos condenados por distintos delitos. El auto no era más que el remate de las prolijas indagaciones y una prueba contundente y atemorizante del poder de la institución. Una de las causas más graves consistía en «judaizar», léase, practicar la fe de Israel en secreto.
El 21 de diciembre de 1625 fue el día escogido para el auto de fe, un evento público y aterrador destinado a penar a los culpables y para la lección y escarmiento de la sociedad en general. Desde noviembre del año anotado se comunicaba al Marqués de Guadalcázar de que el auto era inminente, al tiempo que se le invitaba a acudir, «como príncipe tan celoso de la religión católica y culto divino». De la misma manera fueron intimados a presenciar el «suceso» el arzobispo metropolitano, el cabildo catedralicio, el ayuntamiento civil, el clero regular y secular, y los habitantes de Lima sin distinción alguna. Como anuncio y anticipo, a mediados de noviembre hubo pregón precedido de clarines y trompetas. Era obvio que quienes estuviesen presentes lucrarían las «indulgencias» para salvación de sus almas, una especie de cuenta de ahorros celestial. El cadalso sería erigido en la Plaza Mayor a fin de dar todo el realce posible a la justicia de la Inquisición.
Habría estrados y sitios de honor para los principales clérigos, canónigos, órdenes religiosas, comisarios y oficiales, autoridades universitarias… Altar y púlpito no podían faltar en la ceremonia. Toda la carpintería estuvo a cargo del maestro Bartolomé Calderón, artista en labrar la madera.
La víspera, 600 religiosos salieron en procesión con varas negras, cirios encendidos y la Cruz Verde, el máximo emblema de la inquisición española, el leño de vida rebosante de savia. Los frailes entonaban en tono lúgubre el himno Vexilla Regis (los estandartes del rey), castigo y destrucción a los enemigos de la fe.
La cruz fue instalada en lugar prominente y velada toda la noche por setenta frailes que sostenían blandones y hachas encendidas. Entre tanto, en la cárcel, los confesores trataron de persuadir a los reos «relajados», los que serían ajusticiados, una actitud digna de este tribunal tan copioso en misericordia. Debo aclarar que los «relajados» o entregados al brazo secular eran destinados irremisiblemente a morir, pues la Inquisición, lavándose las manos de la sangre, daba un giro astuto y no enviaba a nadie a la hoguera; se limitaba a dictaminar la culpabilidad del sujeto. ¡Vaya truco seudojurídico! Un destacamento de caballería acompañaría a los penitenciados. Desde el amanecer del siniestro domingo se oficiaron misas en el cadalso.
EL AUTO EN DESARROLLO:
Entre las 8 y 9 de la mañana salieron de la prisión veintiún aprehendidos: un hombre y tres mujeres con corozas (bonetes puntiagudos), señal de oprobio; diez reconciliados con sambenitos (escapularios que pendían del pecho y espalda); dos relajados vivos y dos estatuas que representaban a presos fallidos o fugitivos y dos ataúdes para los restos de los quemados, muerte anunciada a los cuales ni la retractación podía salvar.
LOS REOS:
El secretario Martín Díaz de Contreras subió al púlpito mientras la Real Audiencia y el Cabildo besaban la cruz y juraban ejecutar fielmente los mandatos y decisiones inquisitoriales. He aquí la evidencia infame de que la autoridad civil se subordinaba a la religiosa, pues seglares y clero se sometían con «afecto y religión interior». Fray Luis de Bilbao estuvo encargado de la andanada verbal (llamada sermón), pues era teólogo y catedrático universitario. No hay que exigirle mucho a la imaginación, ya que los argumentos, razones y disquisiciones enrevesadas del escolasticismo harían de hilo conductor en sus fulminantes y fanáticas palabras, al borde del paroxismo.
Todo listo según el riguroso ritual, aparecen en escena las personas procesadas y por largo tiempo examinados e interrogados:
-Francisco de la Peña, reconciliado con sambenito perpetuo. Era mercader y descendía de cristianos nuevos. Se le declaró pertinaz en sus errores y apostasía. Cito el núcleo de la causa en su contra: «Por observante de la Ley de Moisés, judaizante y encubridor de herejes y que cursó (frecuentó) las juderías y sinagogas de Francia». Se le perdonó la «falta», pero quedó señalado para siempre.
-Domingo Pérez, portugués de Angra y de oficio zapatero. Se mofaba de las cosas sagradas y le tenía prohibido a su mujer asistir a misa.
-Diego Morán de Cáceres, un bígamo como tantos e incontables los hubo.
-María de Santo Domingo, de 20 años, beata que conversaba con los santos. ¡Cómo me recuerda a Juana de Arco, calcinada y posteriormente canonizada!
-Garciméndez de Dueñas. Era oriundo de Olivenza (antiguamente en Portugal). Se había ahorcado en la celda, desesperado por lo que le aguardaba. Había judaizado 35 años en Lima. El documento lo define como: «mercader, hereje, apóstata, encubridor de herejes y judaizantes, protervo y observante de la Ley de Moisés y de sus ceremonias». Ya muerto, todavía era pasible de castigo: «Murió como blasfemo desdichado. Fue quemado en estatua y sus huesos». Espeluznante alternativa. Ardió en efigie y sus restos incinerados para borrar su memoria. La costumbre consistía en esparcir sus cenizas al aire. ¡Cuánto sadismo!
-La sevillana Inés de Velasco, una ilusa que se comunicaba con seres sobrenaturales, «siendo falsas alusiones del demonio». Confesó sus errores ataviada de negro.
-Juan Ortega, de Burdeos, de apenas 22 años, «hijo de padres portugueses, de casta y generación de judíos y por judaizante». Los siguientes sujetos fueron reconciliados con sambenitos, un perdón a medias porque la marca jamás desaparecería:
-De la aldea lusitana de Villaflor provenía Bernardo López Serrano, contaba con 38 años, «de casta de cristianos nuevos por observante de la Ley de Moisés y judaizante».
-Antonio de Salazar (en realidad, Duarte Gómez) de Lisboa. Sus padres eran cristianos nuevos, todos cumplían con el mosaísmo.
-Antonio de la Palma, nombre que escondía a Antonio Fernández o Antonio de Vitoria en México y Antonio Sánchez en Lima. Era hijo de progenitores portugueses. Cumplía los preceptos judaicos. Los frecuentes cambios de nombre eran subterfugios bien estudiados destinados a despistar a los sabuesos inquisitoriales que les seguían los pasos.
-Juan de Trillo, otro portugués y cristiano nuevo, en el trasfondo un viejo judío.
-Álvaro Cardoso da Silva, un portugués de 50 años apodado Esteban Cardoso, casta judía, apóstata, observante del judaísmo, sambenito perpetuo.
-Leonor Verdugo, la bruja embustera. Con hierbas y calaveras hacía sortilegios para tener éxito en el amor y suerte en juegos de azar. ¡Nada nuevo!
-Adrián Rodríguez era de Leyden (Holanda), pertinaz en sus espionajes contra los enemigos de España. Sufrió tormento más por desleal que por luterano.
-Luisa Lizarraga del Castillo cometió bigamia; adivina del porvenir con lo cual lucraba copiosamente.
-Isabel de Ormaza, peruana, decía tener visiones y sufrir la Pasión. Confesó que todo era ficticio y resultado de sus alteraciones nerviosas.
-Diego de Cabrera, chileno, cura falso que confesaba y percibía estipendios de misas.
¡Qué diversidad humana, cuantos detalles y engaños. En medio van los judíos, los que lo eran y los que sentían serlo!
-Este es el turno de un verdadero sacerdote católico (al menos así daba la impresión por su proceder). Manoel Nunes Magro de Almeyda, originario de Condeja junto a Coímbra. No creía en nada del ministerio que fingía, almorzaba antes de celebrar la misa (fatal error); como buen hereje, se negó a pronunciar e invocar el nombre de Jesús en trance de muerte; o sea, judío hasta el último aliento. Rechazó obstinadamente a los confesores, al expirar, un torbellino entró en la cárcel, raro fenómeno, «quemose su estatua y sus huesos».
-Ana María Pérez, profetisa ridícula, tenía a su hijo por «santo» y se acercaba al cielo y al purgatorio. Confesó arrepentida sus absurdas posturas.
-Juan Acuña de Noroña era de Lamego en Portugal. Fue relajado y quemado vivo, «por apóstata judaizante».
-Diego de Andrada, alias Manuel de Fonseca, alias Diego de Guzmán, la misma persona desdoblada en tres identidades y venía de México. Se sentía hijo de Abraham. En una sola línea el documento narra su final: «Murió con demostraciones de convertido y fue quemado».
Minutos antes de que las piras fuesen encendidas, el Inquisidor Mayor, Juan Gutiérrez Flores, revestido de sobrepelliz y estola, proclamó el perdón y las penas respectivas:
fuego, galeras, azotes, porque todos habían ofendido al Señor y a la fe católica. El aciago relato concluye afirmando que todo fue «de gran gozo» y que el evento discurrió «con orden y paz»: el orden social hermético y la paz obligada de los forzados al silencio. Así estaba estratificada la sociedad española del siglo XVII y desde los llamados Católicos Monarcas no había espacio para los disidentes.
SECUELAS NEFASTAS:
El solo hecho de «pasearlos» y exhibirlos alrededor de la Plaza Mayor de las pequeñas ciudades españolas y coloniales americanas en un cortejo que más parecía un sepelio de vivos implicaba el deshonor, la vergüenza sin miramientos, el escarnio ante una sociedad impávida y dominada por el miedo y el sectarismo intransigente.
Quienes lograban sobrevivir al Santo Oficio no concluían sus padecimientos con las penas impuestas. Vivos y muertos debían enfrentar el aislamiento social, la exclusión del conglomerado humano y asumir que sus culpas se trasmitían a las siguientes generaciones.
Ser hijo o nieto de quemado o reconciliado era de por si un estigma, un lunar tumoral que lo segregaba y degradaba porque no había falta mayor que ofender la fe oficial. Imperio e Iglesia integraban un entramado irrompible que mutuamente se apoyaban, más aún, se identificaban. ¿Concluir? No es posible cerrar la pesquisa documental y sociológica de los tres siglos inquisitoriales. Desde el fondo del tiempo los gritos de dolor y las súplicas de los condenados aún exigen justicia. No olvidar sus nombres es la mejor manera de respetar su memoria de héroes de la fe judía, una fe que desafía, atraviesa y vence los siglos.
Los inquisidores pretendieron anularlos, pero en la documentación plasmaron su recuerdo.
Nunca se dirá la última palabra sobre la Inquisición –al mismo nivel del Holocausto nazi– sus excesos, su ausencia de humanismo, su fementida certeza de acaparar la verdad religiosa y anatematizar a cuantos no se acoplaban a la versión eclesiástico estatal predominante y prepotente. Por ende, la exploración de los historiadores, el hallazgo de personajes y sucesos, y el debate interpretativo siguen abiertos por que –de ello estoy seguro– nos esperan sorpresas desconcertantes.
Estamos ante una temática inacabable con un incentivo poco ameno, pero hay que seguir buscando. Mientras Europa entra en la era del racionalismo y florecen filosofías que todo lo pasan por la criba de la inteligencia humana como fuente indiscutible y universal del conocimiento, España hace del «Gran Siglo» (el XVII) un lapso para enraizar y consolidar sus instituciones en ambas orillas del Atlántico.
La Inquisición fue uno de los puntales de una autoridad omnímoda en la secuencia de reinados absolutos por derecho divino.
Todo permanece incuestionable, la égida imperial y los postulados y dogmas de la fe, more hispánico. Campea la bicefalia política y religiosa. Doscientos años habrían de pasar antes de que se noten las primeras grietas del cerrado sistema.
Referencia Documental:
Biblioteca Nacional del Perù (Lima)
Signatura B- 1698
Panamá, 14 Nisan 5777
10 de abril 2017