Este libro es un encuentro con Tetuán de la mano de Moisés Garzón Serfaty, príncipe de las letras sefardíes.
En esta obra tenemos una cita con un ritual que es la reminiscencia, con sus reliquias substancialmente autobiográficas. Es algo como un pastel de añoranzas. Al leer este libro no estamos ante la idea contemplativa del iluminado, sino la del empeñado en la batalla con la palabra. Y eso es tan imperioso en la formación de un individuo como el conocimiento organizado, recordándonos que pensamiento y vida son vasos comunicantes. Pensar es respirar.
Este intelectual se entrega a partes iguales al razonamiento crítico de la realidad del país del Edén y a la escritura.
Al abrir este libro nos encontramos con un breve bosquejo de la ciudad, además de temas sugestivos como la Cábala o el misticismo y el Zóhar o Libro del Esplendor, de gran importancia porque es una guía en cada circunstancia de nuestra vida, la tzedaká, la ayuda al prójimo, la jaquetía y supersticiones, y otros temas igualmente ilustrativos.
Garzón tiene un gran fuego en el alma y algunos se acercan a calentarse, y los que pasan sólo advierten un poco de humo en lo alto, por la chimenea, y siguen su camino. Entonces trata de justificar, desde lo más hondo, su dedicación a la escritura, que es también apostolado. Trata de compartir la última palabra de lo que dicen los acontecimientos más serios, y ve a Di-os allí adentro. Alguien lo ha escrito o dicho en un libro y alguien en un cuadro. Y, siempre seguirá en rebeldía. Moisés Garzón es un escritor que se moviliza con profundidad en los más diversos terrenos. Nos muestra las relaciones del lenguaje y el mundo, desde un personaje como conciencia mediadora que es en Garzón una aventura del espíritu.
De allí la consecuencia metafísica de su trabajo poético; aquí vemos la imagen como acto y sentido, como poder y placer, la facultad que tienen para tratar con igual propiedad el antisemitismo y su eterna nostalgia por Tetuán. Para él todo posee valor para investigar. Ahí aparecen su carisma y su conocimiento; seductor como ningún otro, que ha logrado prestarle algo de etéreo, de impalpable, de encaje a cualquier cosa, incluso al más espinoso razonamiento. Pues todo en él está convertido por una danza de descubrimientos centellantes. Y no puedo dejar de mencionar ese hermoso poema «Añoranza de Tetuán».
Buscaba el jardín la rosa
sin saber que la tenía
Me fui por los caminos torturados.
Desflorando pétalos marchitos,
recordando los secretos de tus tardes.
Gratamente nos encontramos con el epílogo poético en el cual nos evoca la convivencia tolerante y respetuosa de las diferencias, concordia feliz que siempre debemos poner de relieve.
La vida es nuestra, vale decir el corazón, los sueños, la tierra, igualmente el sol y el viento. Este es un libro escrito con amor; por un escritor enamorado que con devoción de adolescente cuida una imagen para vivir de su fuego.
A través de su poesía vivimos la experiencia de lo sagrado, que es echar fuera lo interior y recóndito, un exponer las entrañas. Lo demoníaco, nos dicen los mitos, surge del centro de la tierra. Es una revelación de lo escondido. Al mismo tiempo, toda aparición envuelve una ruptura del tiempo o del espacio: la tierra y el tiempo se parten y por la abertura o herida vemos «el otro lado» del ser. El vapor surge de este abrirse del mundo en dos para decirnos que la creación se sostiene en un abismo. Otros elementos se transforman en expresiones de forma luminosa, apariencia solar o salvadora.
En suma, a través de una purga o purificación, los elementos de la experiencia se desprenden de la figura de Di-os y preparan la llegada de la ética religiosa.
En gran parte de este artículo, no sé si es una orla o arquitrabe, he venido utilizando una suerte de entradas en el idioma con mecanismo especiales, licencias en el artificio, una especie de «geografía sentimental», y no para referirme a las cosas que duelen en el corazón, según dice la gente, sino para indicar sobre un doble malestar del recuerdo y la presencia de la realidad, esa «unión de los contrarios» de que hablaba Bretón, la desesperada lucha por que lo misterioso se junte a lo tangible y así lo alto y lo bajo dejen de ser percibidos como desiguales, ese punto del espíritu, la memoria y el presente, donde lo claro y lo oscuro se juntan para nuestro malestar o para regocijo.
Esa es la suerte extraña de la gran poesía que no está hecha para divertir, sino para sembrar la subversión en el espíritu, siguen querían Rimbaud y Lautremont. O la dolencia del alma que advirtió Nerval antes de colgarse de un farol. O los juegos únicos y sincrónicos, de adentro hacia afuera, que practicaba Joyce. O la necesidad de morirse un jueves con aguacero que proclama Vallejo. Es decir, la poesía quiere contenerlo todo, es la resucitación de la unidad perdida, como el sacrificio de Mayakovsky o la luz triste y débil que nos acongoja todas las tardes.
Gracias por la sintonía. Esto prueba que ciertas comunicaciones secretas pueden llegar a los huesos. Eso es lo que pretendemos en este espacio. En alguna parte decíamos –me meto en el plural porque veo que hay sintonía– en ese dejarse ir en un distante resplandor de la nubes, por el sonar de las hojas, pora las partes más inesperadas de las cornisas y los cerros, por los recuerdos persistentes y fugaces, por esa envolvente cosa de la infancia, entre agradable y brumosa, que nos aprieta el alma a la hora de levantarnos o ciertas noches implacables que vienen con nubes, pájaros, y no nos dejan dormir.
Este libro está lleno de poesía, sueño y libertad. Moisés Garzón nos enseña la noble función de la poesía: traer lo alado al infierno, sostener con gallardía nuestro paisaje, elevar las candelas de lo desconocido y blandir el lenguaje más que una bandera.