El suceso que da nombre a este relato y comentario realmente ocurrió. Antes de entrar en pormenores, haré un poco de memoria histórica familiar: mis abuelos, procedentes de Curazao, una de las importantes islas que pertenecen a Holanda en el mar Caribe y a escasas millas náuticas de la costa de Venezuela, se radicaron en la región más occidental del istmo panameño entre 1901 y 1906.
Curiosamente, el entonces pequeño conglomerado urbano lleva el nombre de David, el gran rey de los salmos, brillante en su poder y débil en las cosas humanas. Es la única ciudad latinoamericana con nombre bíblico.
David era a la sazón una aldea rústica que apenas superaba los cuatro mil habitantes.
Se da por descontado que era un poblado de fisonomía eminentemente rural, antañón, habitado por descendientes de rancias familias coloniales y otros clanes llegados de muchas latitudes europeas y americanas. La base económica y de subsistencia estribaba en la agricultura y la ganadería, aparte de comercios de poca monta.
Su situación geográfica envidiable, en el extremo occidental del territorio panameño convertía a David en el centro de una región ubérrima como continúa siéndolo hasta hoy.
Por supuesto no existía la luz eléctrica, el hielo era un lujo y el agua potable manaba de la tierra gracias a los pozos artesianos. Calles polvorientas en verano y andurriales en la estación lluviosa, casa de quincha y barro completaban el panorama. En pocas palabras, una existencia prácticamente campestre en un villorrio que aspiraba a convertirse en ciudad.
Nunca he podido precisar el motivo que llevó a mis antepasados a escoger David como sitio de residencia, a casi 500 kilómetros de la capital; el único medio de comunicación eran los vapores que bordeando el océano Pacífico hacían la travesía en tres días si se contaba con buena mar.
Demás está decir que los Osorio formaban la única familia judía del pueblo. Con el correr de los años llegarían núcleos familiares oriundos del Medio Oriente como los Sittón, Mizrachi, Simana y Abadí, principalmente.
Sobre los judíos pesaban mitos, ideas erradas, acusaciones que se propagaban rápidamente (sin radio ni televisión); pero que llevan a los últimos rincones del mundo.
Y quizás este rechazo y los conceptos preconcebidos, inconscientes o deliberados según los casos, explican la anécdota que expongo. Ha debido de suceder en la década del 30 del siglo anterior.
Alguien presentó al señor Osorio de la siguiente manera: «Le presento a don Moisés Osorio. Es judío, pero buena gente».
Poco importaban los atributos de ejemplar padre de familia, trabajador impecable hasta el último día de su vida, de existencia honrada y apacible, columna de su hogar y sensible ante los problemas y necesidades de la comunidad como lo ordena la misma Torá.
No obstante, había un «pero»: era judío y ese adjetivo no sonaba muy armonioso para el conjunto de los habitantes y menos para quien hizo la presentación.
«Judío, pero buena gente». Una excepción del resto de sus correligionarios cuando proliferaban los denuestos y el estigma enfermizo del deicidio.
«Judío, pero buena gente». ¿Acaso los demás no lo eran y el abuelo sobresalía, hecho raro, por sus rasgos de seriedad y bondad?
«Judío, pero buena gente» porque hasta la liturgia católica oraba por los «pérfidos judíos» empecinados en su fe antigua, milenaria, impermeables a la luz de la nueva revelación.
De los judíos se tenía, y pienso que aún muchos lo conservan, un criterio distorsionado que el atavismo de siglos se encargó de reafirmar. Era un pueblo sin patria, condenado a errar la nación en nación para expiar su «culpa»; su destino histórico no era como el de otras culturas y siempre cargaría en la conciencia colectiva una falta que jamás cometió.
Bibliotecas enteras están repletas de obras, textos, interpretaciones y escarceos explicativos del judío «refoulé», denigrado y rebajado por la única falla de creer distinto y de practicar una religión que los poderes de la Tierra no han podido anular en tres milenios…
Don Moisés Osorio era definido, así como un varón íntegro, a pesar y por encima de ser judío, un espécimen extraño que se salía del modelo prefabricado para encajar en él al judío común
Al final de su magistral escrito sobre la Historia de la Judeofobia, Moisés Garzón Serfaty afirma que tenemos por delante la inmensa tares de «educar a las nuevas generaciones de la realidad judía y del judaísmo, sin tergiversaciones y acusaciones infundadas».
Solo así contrarrestaremos las mentiras e ideas fantasmas que se encarnaron en la Inquisición, en el Holocausto, en los autos de fe católicos y en los crematorios nazis.
«Judío, pero buena gente» no es más que «oppositio terminórum», un choque de palabras que exhiben los más oscuros pensamientos que unos hombres inventaron con saña malsana contra otros hombres.
No cabe duda que después de la proclamación del Estado de Israel, hace 63 años, el vocablo «judío» dejó de implicar la connotación despectiva que se le insufló durante veinte siglos.
Queda trecho por recorrer en la obligación que tenemos todos conjuntamente, seamos judíos o no, de reconocer en todo ser humano al producto más sublime de la creación.
«Judío, pero buena gente» es un exabrupto conceptual y lingüístico para los tiempos nuevos de paz y tolerancia que anhelamos, reconociendo el derecho individual y las diferencias culturales y de fes.
Hace ochenta años, cuando ocurrió la anécdota, ya era una expresión discordante. Hoy se estrellaría cuando presentamos los premios Nóbel judíos, a los creadores de ciencia, arte, tecnología y humanismos, a los líderes del sionismo, a los Jonás Salk, Rita Levi Montalcini y Marc Chagall.
En definitiva, judío y buena persona es lo mismo, palabras que se equivalen y complementan. Excepción las habrá en todas las religiones, escalas de valores, tradiciones y marcos culturales.
Los libros sagrados del judaísmo, la Biblia y el Talmud y sus comentaristas han hablado por centurias del hombre nuevo que se alimenta de aquellos textos inspirados e inmortales, los plasma en su vida cotidiana y los irradia a los demás. Proponen al mismo Di-os como modelo insuperable de perfección.
Nuestro abuelo, Moisés Isaac Osorio Delvalle falleció en 1943, lleno de días e indudablemente estremecido por las noticas horrendas que llegaban de Europa cuando un tercio de su pueblo fue sistemáticamente aniquilado por un régimen demencial que no veía a ningún judío como «buena gente» y prefería hallar una «solución final» para borrarlo de la faz de la tierra.
Dejó este mundo firme en su fe, apoyado en los valores a los que siempre rindió culto, un hombre preclaro, judío pero buena gente, ante todo gente y humano por que fue y legó a sus descendientes. Honrados nos sentimos de descender de su estirpe, robusto como el cedro del Líbano plantado junto a las fuentes de las aguas, según la expresión del salmista.