Néstor Luis Garrido
Con una declaración leída ante la Junta Directiva de la Asociación Israelita de Venezuela, el Centro de Estudios Sefardíes de Caracas recordó el 525° aniversario del Decreto de la Alhambra, con el que los Reyes Católicos pusieron fin a siglos de presencia judía en España
Hoy, 30 de marzo de 2017, nos encontramos en el seno del Centro de Estudios Sefardíes de Caracas para conmemorar los 525 años de la promulgación del Edicto de la Alhambra, por medio del cual los reyes Isabel y Fernando, de Castilla, León, Aragón, Valencia, Mallorca, Sicilia y Granada, expulsaban a los judíos de todos sus territorios, en un plazo de cuatro meses, a los cuales no debían volver «nunca más».
Tras la victoria sobre el reino nazarita de Granada, el último reducto de la España musulmana, el fanatismo religioso y el excesivo celo católico de sus majestades reales volcó los ojos hacia los judíos ibéricos, cuya presencia se había reportado en esa península, desde la fundación de Gádir (la actual Cádiz) a manos de los fenicios, en el año 1104 antes de la era común, y de cuyas aljamas surgieron los hombres más prestigiosos del judaísmo medieval, como Ibn Gabirol, Ibn Negrela, Mo-shé ben Ezra, Maimónides, Najmánides, Ibn Paquda, Yehudá Haleví, entre otros, quienes representan toda una gama del pensamiento y del conocimiento, desde la literatura hasta la medicina, desde los piyutim hasta los poemas profanos, desde la Mishnei Torá hasta la Cábala…
Aunque el Decreto de Expulsión habla del «peligro inminente» que representaba para la fe católica la presencia de los israelitas, sobre todo, por la posibilidad de que los cristianos nuevos sintieran nostalgia de su antigua religión al ver a los judíos celebrando las fiestas de sus antepasados; o ante la posibilidad de que, en secreto, los recién bautizados siguieran instruyéndose en la Ley de Moisés, los cronistas de la época, como el rabino Eliyahu Elcaná Capsali, en su Séfer Eliyahu Zutáparte de cuyo contenido se puede leer en Maguén-Escudo número 79 de 1991, con traducción de la profesora Yolanda Moreno Koch– señalan que los hijos de Israel fueron expulsados como parte de una promesa que la reina Isabel hizo a su dios si se concretaba la conquista de Granada.
«Y vio la reina Ysabel, muxer del rei don Fernando, que sus valientes asediaban Granada durante largo tiempo, pero no la conseguían, “e hizo un voto a su D. e dixo: ‘Si entrega a este pueblo en mi mano, sacrificaré a Israel (Bemidbar 21:2), que está asentado en mi reino, y lo expulsaré de mi protección, se habrán de levantar y salir de en medio de mi pueblo y no continuarán más”», escribe Capsali, quien agrega: «Ansí hizo la pérfida Ysabela por medio de un perturbador de Israel», refiriéndose de esta manera a un descendiente de judíos llamado Tomás de Torquemada, que luego sería el Inquisidor Principal de España.
Ante la aparente reticencia del rey aragonés de aceptar las exigencias de su esposa fanática, el tema de los judíos se convirtió, según Capsali, en pleito de alcoba y anota que en una ocasión Fernando le lanzó una sandalia por la cabeza a su mujer cuando esta, insidiosamente, le dijo: «Motivo tienes para amar a los judíos, porque tú eres hueso de sus huesos y carne de su carne». Al caer Granada, dice Capsali, que ambos «fueron enemigos de Israel (…) y sobre la túnica de los judíos echan a suerte (Tehilim 22:19) y una suerte para Azazel ( Vayikrá 18:8)». «¡Ay, desgracia para el carnero que permanece entre lobos!», llega a sentenciar en algún Capsali.
Así, el 30 de marzo de 1492, 22 de Adar Shení de 5252, en las puertas de las iglesias, conventos, ayuntamientos y puertas de las aljamas se leyó: «Nosotros ordenamos (…) que los judíos y judías cualquiera edad que residan en nuestros dominios o territorios que partan con sus hijos e hijas, sirvientes y familiares pequeños o grandes de todas las edades al fin de julio de este año y que no se atrevan a regresar a nuestras tierras y que no tomen un paso adelante a traspasar de la manera que si algún judío que no acepte este edicto si acaso es encontrado en estos dominios o regresa será culpado a muerte y confiscación de sus bienes».
A Portugal y Navarra –de donde serían expulsados también por presiones de Isabel y Fernando–, al Magreb, a Génova, Venecia, los Estados Papales, a Flandes y Hamburgo, a las tierras del Gran Turco, incluyendo a Alepo, Jerusalén y Alejandría llegaron los desesperados españoles, que convirtieron a sus comunidades de recepción en hispánicas, a pesar de nunca haber estado allí. Así, por ejemplo, los judíos romanio- tes de Grecia y la actual Turquía perdieron su judeogreco para adoptar la lengua de Cervantes en su variante dialectal levantina.
Imanuel Aboab, un cronista judío de la época, narra que quienes salieron básicamen- te fueron los pobres, porque los hombres ricos simularon la conversión con la esperanza de recuperar sus bienes al breve plazo. «Muchos de los judíos, sus magnates notables y jueces, permanecieron en sus casas y trocaron su religión», a lo que Iosef Iaabes, por su lado, agrega: «Casi todos se convirtieron al cristianismo aquel amargo día». Y Benito de Cárdenas explica: «Fuéronse los que tenían poco caudal e los demás estuviéronse».
Los cronistas judíos, no obstante, vieron en la conversión forzosa y en la expulsión un castigo por los pecados de los hebreos españoles, especialmente, por la soberbia: «A vosotros, hombres, yo os llamo desde la diáspora de España, de donde fuisteis expulsados por vuestros numerosos y grandísimos pecados, la mayoría de los que se enorgullecía de su jojmá (sabiduría) casi todos se convirtieron al cristianismo aquel día amargo, mientras las mujeres y los humildes entregaban sus cuerpos y sus bienes por la santificación del Creador», escribió en su libro Or HaJayim, el rabino Iaabes. Para señalar la desgracia, Isaac Abravanel indica que los judíos salieron de España no el 31 de julio de ese año, sino el 2 de agosto, coincidiendo con el 9 de Ab, día del duelo nacional judío por la destrucción del Templo de Jerusalén.
Shlomo Ibn Verga cuenta –según lo recoge Mario Eduardo Cohén– a propósito de la salida de España, que una pariente suya dejó tres palomos en la puerta de su casa: uno, desplumado y degollado, que «tenía sobre sí una sentencia que decía: “Estos son los que dejaron la marcha para el final”. El segundo estaba vivo, aunque desplumado, con una frase encima: “Estos son los que salieron en tiempo intermedio”, y finalmente, un tercero con plumas y buena salud: “Estos son los que se fueron primero”». ( Maguén-Escudo Número 66, página 54).
525 años después, cuando los judíos vuelven gozosos a España, pasaporte en mano, es tiempo propicio para meditar sobre los hechos que rodearon aquel Edicto de Expulsión. Jurar una bandera europea, ya sea española o portuguesa, no debe conllevar amnesia de los pesares ni divisionismo en el pueblo judío, que se ha recuperado muchas veces por la pérdida de su patria física, como sucedió en Sefarad en 1492 o en Centroeuropa en los años 40 del siglo pasado, ni apartar de su corazón su máximo logro en los últimos 69 años: la creación de un país pujante, democrático y que ocupa los primeros lugares del saber como lo es Israel. Si bien es cierto que al sefardí no le fue fácil su incorporación a su sociedad, hoy por hoy ha logrado, hombro a hombro con sus pares askenazíes y mizrahíes, un país al que pertenece sin complejos, desde su cosmovisión particular, y con su rica tradición que se originó en la Península Ibérica, pero que lleva, como si fuera una colcha de retazos, ideas, obras y palabras que le han aportado todos los hombres que han conocido y todos los pueblos por donde fue su trashumar hasta llegar a los umbrales de Sion, por lo que ser «sefardí» va mucho más allá de España.
Aquel 22 de Adar Shení, los Reyes Católicos sacrificaron la amplia herencia hebrea de sus reinos, que dejaría de ser española para convertirse en sefardí, orgullosamente judía y castiza, enamorada de su nostalgia y de su patria edificada por palabras y melodías con las que celebra la vida y con las que alaba a Dios.
Centro de Estudios Sefardíes de Caracas