CREACIONES DE LA NOSTALGIA

La nostalgia, aparte de un sentimiento, es un valor cultural. La diferencia entre la melancolía, que ancla dolorosamente a lo perdido, y la nostalgia que recrea y absuelve, es la que hay entre el sufrimiento saludable y el patológico, entre la pérdida como creación y la pérdida como lesión. El sufrimiento saludable es reflexivo, enriquece con la experiencia, y permite evaluar el presente en la luz de lo dejado. Constituye en muchos casos la sustancia donde cristaliza la identidad y otorga un sentido íntimo al origen. En algunas culturas, como sucede con la «morriña» de los gallegos, es un valor costumbrista; en otras, como la porteña, tiene el valor estético del tango.

Entre los sefardíes constituye, sin duda, un valor fundamental más trascendente, y la dimensión nostálgica de su literatura es hoy casi indisociable de su identidad cultural. La rememoración de la Jerusalén perdida en la destrucción del Segundo Templo, se sumó históricamente a la de España, y luego a las otras diásporas y traslaciones que destilaron el difícil arte de iluminar el pasado. La pujanza literaria de Albert Cohén, por citar una de las escrituras más embebidas de recuerdos, se desplaza siempre sobre esa estela.

En Venezuela, los inmigrantes venidos de Marruecos no han dejado de cultivar ese arte que convierte la memoria en un tapiz creativo. El reciente libro de Moisés Garzón Serfaty es el último de una saga que ha tenido notables autores de este orbe. En su texto, Tetuán, relatos de una nostalgia, describe cuidadosamente, con cifras e imágenes, el mundo dejado y los entrañables valores que lo sostenían. Con un cuidado puntilloso, incesante, permite al lector ávido de datos cotejar las distintas manifestaciones de aquella realidad desvanecida. El afán informativo, la precisión descriptiva, vuelven a tonificar aquella vida con cambiantes perspectivas. Hay, sin duda, un deber de transmisión en esa nostalgia, el mandato de un legado. Se presiente que la modernidad habría soplado sobre los soportes materiales de estos recuerdos; pero, el sustento moral sigue intacto, vigente en el enrome peso de los lazos familiares y las convicciones religiosas.

En un tono de ficción, de la transparente primera persona del narrador toma otro nombre, Abraham Botbol, había publicado en 1994, también por el Centro de Estudios Sefardíes de Caracas, Huellas de un peregrino. Este texto mezcla la dimensión personal y la documental de manera amena, detallada y con una gran riqueza testimonial que incluye mensajes filosóficos y reflexiones históricas de fuerte compromiso. Era una aproximación cosmopolita de amplios horizontes vitales y culturales, y una misma fidelidad al origen.

El libro anterior de Abraham Botbol, El desván de los recuerdos, publicado en 1989, fue su primera escritura en este género, y esa condición inicial, incierta, lo privilegió con una naturalidad fascinante. Compuesto por capítulos que equivalen a barrios, calles y personajes de la ciudad de su infancia, logra un encanto que, como todo milagro genuino, es misterioso. No tiene pretensión estética y, sin embargo, suscita un constante esplendor, una capacidad mágica de embellecer la pobreza y, a veces, la desventura. A diferencia de Elías Canetti en sus coloridas voces de Marrakech, no hay aquí pretensión de color local ni el deseo de que Marruecos se parezca a Marruecos. Al contrario, cualquier estereotipo se desvanece en el talante genuino que tiene la palabra. No es necesario que el lector sea sefardí o haya conocido o siquiera leído sobre Marruecos o Ceuta o Tetuán; tampoco que le interese como aventura geográfica o cultural, porque es el goce universal de la memoria lo que practica el libro. La infancia, los mayores, la tradición, la certeza de familia y un irremediable afecto enaltecen y conmueven. La narración sigue las amables inflexiones de la voz. Las espontáneas frases largas respiran con el lector, acompañan con aquella cercanía gentil que inició en sus ensayos Montaigne. El carácter anecdótico, matizado con una nostalgia compasiva, permite expresar sentidos fundamentales. La trascendencia no es buscada ni enfatizada: sucede naturalmente. Una sencillez minuciosa, la nobleza de la norma, impregna sin explicitarse. Esa ética que se torna estética se presiente en el pudor, la ausencia de adjetivos ambiciosos y metáforas exaltadas. La escritura mantiene la modestia selecta de los mismos hombres justos que describe.

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